Relato de Saturnino Rivera Manescau 1948 Tradiciones universitarias
Hasta que fue derribada en 1909 la vieja Universidad de Valladolid, para construir en su solar el nuevo edificio, existía en la sacristía de la Capilla Universitaria un sillón frailero de cuero, de asiento y respaldo artísticamente gofrado en dibujo geométrico de ascendencia mudéjar y pespunteado de roleos y follajes platerescos de cuidada labor, que llamaba la atención por su exquisito trabajo. Y lo que es más raro aún, dicho sillón no estaba en uno en la sacristía, lo que hubiera sido lógico y natural, sino que se hallaba colgado en la pared de un rincón de ella, hacia abajo, a una altura superior a la de un hombre, de tal forma que no se pudiera alcanzar con la mano y únicamente se llegaba a él subiéndose a una altura y más raro aún, que no estaba simplemente colgado de clavos que permitieran descolgarlo, como hubiera sido natural, si se tuviera allí retirado del uso pero dispuesto para él, sino que estaba sujeto a la pared con dos fuertes abrazaderas de hierro, que impedían, sin que éstas fueran rotas por la mordiente lima, el descolgarle.
Hace ya muchos años, poco antes del citado derribo de la Universidad, cuando cursábamos nuestros estudios de bachillerato en Madrid, y ni siquiera podíamos imaginar que perteneceríamos al Gremio y Claustro de esta gloriosa Escuela, visitándola no llamó la atención, primero por su valor como obra de nuestro mobiliario artístico, hacíamos entonces nuestros primeros escarceos en estudio del arte, y luego por estar colgado en la forma en que hemos señalado, y la curiosidad hizo que preguntáramos la razón de esto a un viejecito conserje que nos acompañaba en nuestra visita.
Es, nos dijo, “el sillón del Diablo”, y tiene una leyenda de terror. Por eso estaba colgado aquí en lugar casi sagrado, y sujeto en la forma que está, para que nadie pueda sentarse en él.
No nos dejó sosegar la infantil curiosidad y obtuvimos del viejo bedel que nos relatara la leyenda, que entonces nos llenó de horror y que luego, pasados los años, hemos logrado completar con datos de fijeza, huroneando en los viejos papeles del archivo universitario.
Era allá por los últimos años de la primera mitad del siglo XVI, años en que nacieron Cervantes y D. Juan de Austria, cuando ya se había extendido por toda Europa la fama de un médico notable, Vesalio, que estudiaba y había avanzado notablemente estudiando el cuerpo humano sobre el cadáver disecándolo, y publicando un notable trabajo producto de sus estudios, que tituló “De la fábrica del cuerpo humano”.
En todas partes donde había Facultades de Medicina había llegado la obra nueva, y sobre ella se estudiaba y practicaba, aunque de manera cautelosa y con cuidado.
En Valladolid, cirujanos de renombre, salidos de su Escuela, habían practicado este arte para su aplicación a la cirugía, y así el doctor Dionisio Daza Chacón, que era por entonces Cirujano de Cámara S.M. Imperial el Cesar Carlos V, y así el Doctor Bernardino Montaña de Monserrate, que hasta había escrito un notable “Libro de anatomía del hombre” que era el vademécum de todos los que querían instruirse en estos conocimientos.
Pero por aquel año de 1548, ahora va a hacer 400 años, regresó a España después de haber estudiado y practicado la anatomía en Italia con los mejores maestros, el médico granadino Alfonso Rodríguez de Guevara, traía los más notables y modernos, para entonces, conocimientos de esta ciencia, y habiendo sido protegido del príncipe Maximiliano, que entonces, por ausencia del César, era Gobernador de estos Reinos, solicitó de éste el enseñar públicamente sus conocimientos de anatomía.
Consultadas las Universidades de Salamanca, Valladolid y Alcalá, dieron al parecer favorable a la propuesta, y en vista de ello se estableció en nuestra Universidad una cátedra de anatomía, la primera que se estableció en España a cargo del citado Alfonso Rodríguez de Guevara.
Comenzó su enseñanza el Maestro en nuestra Escuela, en la que se aparejó una sala en la que poder llevar a cabo la disección y estudio anatómico de los cadáveres que se traían del Hospital de Corte y del de la Resurrección, y a sus clases, que duraron veinte meses, asistieron todo cuanto de notable, en materia médica y quirúrgica había en Valladolid, y cuéntase que era mucho, tanto de aquí como de fuera, porque por entonces se hallaba la Corte en esta Villa, y así por el mismo Alfonso Rodríguez de Guevara sabemos que acudieron a oír sus lecciones teóricas y prácticas aquel sapientísimo Céspedes , digno profesor de la Cátedra de Medicina de por la tarde, respetable por su venerable canicie y por su opúsculo “De Ossibus”…, y “el insigne Doctor Montaña, que siendo de setenta años y estando molestado de una reveldísima gota, hallándose cornado de innumerables laureles médicos y ajeno de toda vanidad, sin perder una sola, asistió a todas mis lecciones, haciéndose llevar al efecto una silla de manos”.
Estas y otras no menos notables enseñanzas, hacían exclamar a este insigne Doctor Bernardino Montaña de Monserrate, con sobrada razón, que asistía a una clase en un constante afán de aprender, cuando tenía setenta años y le aquejaba la enfermedad, “que el cirujano que quisiera ser experimentado en anatomía, fuese a aprender a Montpellier, en Francia, a Bolonia en Italia, y a Valladolid, en España”.
Fueron en legión desde entonces, los médicos vallisoletanos que practicaron el estudio directo del cuerpo humano, como elemento básico de su ejercicio profesional. Pero no todo habían de ser glorias y virtudes, pues de todo hay en la viña del señor.
Existía en Valladolid un médico reputado en su ejercicio profesional como hombre que realizaba notables curaciones, el licenciado Andrés de Proaza.
Se había graduado de Licenciado en nuestra Escuela y años hacía que estaba matriculado como cursante del doctorado aspirante a él, pero sin llegar a alcanzar el grado. Decíase, pues no tenía nada de ignorante, que existían obstáculos por su no muy limpia sangre de pigmentos de moro y judíos, y sabido es que para alcanzar este grado este grado superior, limpieza acrisolada exigía nuestra Universidad. También se hablaba de él y se murmuraba por la villa que ejercitaba la magia, que era nigromántico, y no de la blanca, si no de la negra y más terrible.
Decían que en su casa, sita en la calle de Esgueva, frente al Hospital del Conde Ansúrez, y cuyas traseras daban al río Esgueva (hoy calle de la Solanilla) existía un sótano donde practicaba sus hechicerías, y que en la noche cerrada se veían luces y se escuchaban gemidos, y que el esgueva, muchas veces, a partir de este sótano, cuyas paredes lamía, llevaba teñidas sus aguas de rojo, como de sangre que en él se hubiera coagulado en largos filamentos, que flotaban y se perdían en la corriente.
Iglesia de Nuestra Señora de la Antigua
C/ de la Solanilla, Valladolid (España)
Creció el rumor popular y se aumentó hasta lo excesivo, con cierta alteración de las gentes, con la desaparición de un niño de aquellas vecindades, cuya última vez se le había visto entrando en las casas del licenciado; alteración y rumor que se concretó ya en una acusación pública, en una acusación que señalaba al licenciado Proaza como autor de brujerías, que habían hecho desaparecer a la criatura.
Tomó ya parte en la cuestión la autoridad y se practicó un registro en la morada del médico; y efectivamente, se descubrió el sótano y en él los restos del niño desaparecido, muerto ya, y en el que el médico había practicado, en una locura de investigación y estudio, la disección en vivo, la vivisección, como confesara ante la autoridad, ya que en el estudio anatómico con el muerto, no daba más que formas y disposición, y estudiaba éstas, era necesario para poder curar, estudiar en el vivo las reacciones que sobre la forma y la disposición causaba la enfermedad, el dolor y las mismas funciones de la vida.
Había sido el licenciado Proaza uno de los más alumnos asistentes a los estudios de Alonso Rodríguez de Guevara, y en su locura había querido sobrepasar a aquél, y había caído en el crimen.
Se formó proceso, pero reclamó a la competencia del Rector como cursante, y la autoridad ordinaria se inhibió de conocer, entregado los autos y la persona del médico al Rector, el que juzgando la causa que se le siguió ante el Tribunal Universitario, “a que sea puesto en la cárcel real de esta villa, sea de ella sacado caballero en una bestia de albarda, con soga de esparto a la garganta y con pregoneros que publiquen su delito, sea traído por las calles públicas y acostumbradas de esta villa y llevado a la plaza pública de ella, a donde mando se levante una orca de dos estrados de alto y de ella sea ahorcado y ahogado hasta que muera naturalmente”, y además a quinientos ducados para la cámara de Su Majestad y otros quinientos para una memoria y misas que se digan por el alma de su víctima y las cosas del procedimiento, por lo que la Universidad volvió, una vez dictada la sentencia, a entregar el reo al brazo secular para su ejecución, como así verifico de allí a pocos días.
Durante el proceso, y ante la acusación que se le hacía también de hechicería, para su entrega en este caso a la inquisición, manifestó que nunca había practicado la hechicería como le achacaban, pero que poseía, y así lo manifestaba, para evitar el peligro de todos, un sillón, el de su mesa de despacho, que le había regalado un nigromante de Navarra, a quien había salvado, ocultándolo en su casa, de la persecución que en 1527 llevara a cabo por la orden del Emperador Fray Juan de Zumárraga, Guardián en el Monasterio Franciscano del Abrojo.
Este sillón, según dijo, tenía la virtud, y él lo había experimentado, de que sentándose en él recibía luces sobrenaturales para la curación de la las enfermedades, pero le había dicho el nigromante que se lo regalara que no dejase sentar en él a nadie, pues cualquiera que así lo hiciera por tres veces, no siendo médico, moriría, y que se abstuviese de destruirle, pues el que lo destruyera moriría también
Instantáneamente.
Ningún caso se hizo de esta declaración, como supersticiosa y tan inverosímil y contraria a la sana razón, que ni siquiera se dio testimonio de ella a la inquisición de Valladolid, creyéndola una fantasía del procesado para ver de alargar su proceso.
Se embargaron, para las responsabilidades de la causa, todos los bienes del condenado; los muchos bienes salieron a pública subasta, pero dada la fama del hechicero y nigromante del propietario y el crimen por él cometido a nadie apetecía su posesión. Tres veces se declaró desierta la subasta, y ante ello hubo de adjudicárselos a la Universidad para el pago de las costas.
Se guardaron en una trastera, hasta que un día un bedel encontró en ella el sillón, lo halló apetecible para descansar en su mechinal durante la larga espera de las clases y se lo llevó para su uso. A los tres días apareció muerto, como dormido, sentado en él. A nadie extrañó, pero el bedel que le sustituyera en el cargo apareció asimismo muerto de la misma manera, a los tres días de haber tomado posesión de su cargo y sentarse en el sillón del condenado.
Entonces, ante la repetición del caso, alguien recordó la declaración, se revisaron los autos con cuidado y se vio claramente lo que en ellos se había consignado sobre la muerte de los que se sentaban en él y de los que lo destruyeran o pretendieran destruir, y ante ello se acordó ponerlo en la sacristía, junto a lugar sagrado que impidiese, si los había, sus diabólicos poderes, y para mas seguridad de que nadie se pudiera sentar en él, colgarle allí sujeto en la forma que le vimos hace ya muchos años, antes de derribarse la Universidad vieja, para construir en su solar un nuevo edificio.
Aun hoy se conserva el “sillón del diablo”; pocos sabemos dónde se encuentra y cuál es, y se conserva porque nadie se ha atrevido a destruirle, gracias a ello hoy tenemos esta artística muestra de nuestro mobiliario de principio del siglo XVI.
Yo, claro es, no creo en esta hechicería, pero nunca me he sentado en él y tampoco aconsejaría a nadie que hiciese la prueba. ¡Lo mejor de los dados, es no jugarlos!
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