Vigila la noche con ojos de farolas parpadeantes.
Todo está envuelto por la quietud, el
silencio y esa extraña sensación de que algo vendrá y romperá la calma, pero la
calma continúa y abraza con sus gigantes brazos.
Dentro de la quietud se presiente su
presencia, su aliento, su alerta, tu corazón te lo dice, solo él puede verla,
late con ella.
Una brisa llega por tu espalda, recorre
tu nuca y te abre los ojos del alma.
Entonces puedes verlo, más allá de la
tapia de una casa, los árboles, se balancean al compás de la brisa, confirmando
su existencia.
Las ondas de los charcos provocan
destellos con los reflejos de luces amarillas, como estrellas caídas.
Estás rodeada, ¿no lo sientes?
Hay algo enorme y majestuoso que se ha
percatado de que estás ahí, ¿o eres tu quien se acaba de percatar?
Puedes olerla, respirarla, masticarla,
sentirla, pero hay algo que no encaja, hay algo irreal en todo esto.
La tapia de la casa es irreal, la casa
es irreal, la carretera es irreal.
Puedes sentir los árboles, el aire, la
humedad, puedes sentirla a ella, pero no puedes sentirla en el muro, la casa o
la carretera.
Aunque aparentemente invisible y muda,
no hay nada dormido en ella, excepto nosotros.
Las horas van pasando y es hora de
volverse tapia, casa y carretera y desconectar de ella como quien apaga la tele
después de ver una gran peli, con la esperanza de que tal vez, en otro momento,
puedas volver a encenderla y repetir la experiencia.
En el fondo sabes, que aunque duermas,
ella siempre está allí, vigilando, esperando el momento en que despiertes y
vuelvas a casa.
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