jueves, 20 de noviembre de 2014

Vigila la noche con ojos de farolas parpadeantes.
Todo está envuelto por la quietud, el silencio y esa extraña sensación de que algo vendrá y romperá la calma, pero la calma continúa y abraza con sus gigantes brazos.

Dentro de la quietud se presiente su presencia, su aliento, su alerta, tu corazón te lo dice, solo él puede verla, late con ella.

Una brisa llega por tu espalda, recorre tu nuca y te abre los ojos del alma.
Entonces puedes verlo, más allá de la tapia de una casa, los árboles, se balancean al compás de la brisa, confirmando su existencia.

Las ondas de los charcos provocan destellos con los reflejos de luces amarillas, como estrellas caídas.
Estás rodeada, ¿no lo sientes?

Hay algo enorme y majestuoso que se ha percatado de que estás ahí, ¿o eres tu quien se acaba de percatar?

Puedes olerla, respirarla, masticarla, sentirla, pero hay algo que no encaja, hay algo irreal en todo esto.

La tapia de la casa es irreal, la casa es irreal, la carretera es irreal.
Puedes sentir los árboles, el aire, la humedad, puedes sentirla a ella, pero no puedes sentirla en el muro, la casa o la carretera.

Aunque aparentemente invisible y muda, no hay nada dormido en ella, excepto nosotros.

Las horas van pasando y es hora de volverse tapia, casa y carretera y desconectar de ella como quien apaga la tele después de ver una gran peli, con la esperanza de que tal vez, en otro momento, puedas volver a encenderla y repetir la experiencia.

En el fondo sabes, que aunque duermas, ella siempre está allí, vigilando, esperando el momento en que despiertes y vuelvas a casa.

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