Hay una soledad terriblemente salpicada
de gente, tanta gente...
Hace tiempo, cuando todavía creía en
los cuentos, trataba de amasar amigos, como quien amasa una fortuna.
Pero el tiempo pone cada cosa en su
sitio y al final llega lo inevitable, la muerte, ya sea física o
simbólica, siempre hay un agujero esperando donde has de ser
enterrado.
No hace falta morir físicamente para
descubrir el olvido, a nadie le gusta salpicarse de sombra...
Te conviertes en una especie de ser
invisible, alguien a quien evitar, un enfermo de mundo.
La enfermedad de mundo es a veces
contagiosa, requiere de abrir los ojos, eso es algo terriblemente
doloroso y costoso.
Y en este trance uno está mejor en
silencio, ese silencio que requiere otro tipo de soledad, la soledad
buscada, aquella que no está llena de gente y ruido, donde te
encuentras a ti mismo y nada se espera de todo lo que bulle fuera de
ti. Nada.
Tras acudir a tu entierro como persona
individual y única en el mundo, decides no dar señales de la vida
después de la vida, ese será tu tesoro más preciado.
Dejarás de amasar gente y ruido y
sumarás silencios y una aparente quietud, mientras todo tu mundo
fluye dentro a raudales y el mundo fluye fuera ruidoso.
Hay una soledad silenciosa que acaricia
como la brisa en una calurosa noche de verano, mostrándote con cada
ráfaga, que no es posible la soledad cuando cierras los ojos,
prestas atención a tu espalda y conectas con todo, como si
desplegaras unas alas que abarcaran el universo.
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