sábado, 3 de mayo de 2014

Hay una soledad terriblemente salpicada de gente, tanta gente...
Hace tiempo, cuando todavía creía en los cuentos, trataba de amasar amigos, como quien amasa una fortuna.
Pero el tiempo pone cada cosa en su sitio y al final llega lo inevitable, la muerte, ya sea física o simbólica, siempre hay un agujero esperando donde has de ser enterrado.
No hace falta morir físicamente para descubrir el olvido, a nadie le gusta salpicarse de sombra...
Te conviertes en una especie de ser invisible, alguien a quien evitar, un enfermo de mundo.
La enfermedad de mundo es a veces contagiosa, requiere de abrir los ojos, eso es algo terriblemente doloroso y costoso.
Y en este trance uno está mejor en silencio, ese silencio que requiere otro tipo de soledad, la soledad buscada, aquella que no está llena de gente y ruido, donde te encuentras a ti mismo y nada se espera de todo lo que bulle fuera de ti. Nada.
Tras acudir a tu entierro como persona individual y única en el mundo, decides no dar señales de la vida después de la vida, ese será tu tesoro más preciado.
Dejarás de amasar gente y ruido y sumarás silencios y una aparente quietud, mientras todo tu mundo fluye dentro a raudales y el mundo fluye fuera ruidoso.
Hay una soledad silenciosa que acaricia como la brisa en una calurosa noche de verano, mostrándote con cada ráfaga, que no es posible la soledad cuando cierras los ojos, prestas atención a tu espalda y conectas con todo, como si desplegaras unas alas que abarcaran el universo.


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